jueves, 18 de septiembre de 2008

LUCIANO OLAZABAL: UN AUTENTICO CHOLO EN MADRID.

De Luciano Olazábal se sabe muy poco en los últimos años, pero lo que nadie sabe es que a él le importa un rábano lo que piense la “sociedad”. Vive una vida de recogimiento en su humilde departamento de Madrid (España), con Yola y sus dos hijos.

Luciano, es actualmente mi corresponsal en Madrid y además conjuga su labor de artista con la de voluntario de ATD Cuarto Mundo y como producto de ello sus trabajos proyectan esa decepción que siente la clase excluida, por toda la mentira de la prosperidad sembrada hábilmente por los charlatanes de las ONGs.

Allá en España, conversamos hasta la embriaguez. Luciano a menudo se preguntaba, qué podemos esperar de los políticos peruanos y de las instituciones. Su opinión me saltó a la carta cuando vi sus innumerables dibujos, guardados debajo de la cama, en una bolsa de plástico que aquel día sacó diciéndome: “Hermano no he muerto, todavía vive el artista”. Sus dibujos a plumón o con palo de escoba revela una sucesión de protuberancias femeninas, que no necesariamente expresan una obsesión sexual, como dijo una sicóloga despistada, sino su agresiva crítica a la prostitución contemporánea.

Luciano, con su chullo calzado como un condón lanudo y su chalina con tres vueltas al cuello, tosiendo como tísico, supo ayudarme a conocer las chabolas de Madrid con los ojos de un emigrante. A diferencia de muchos latinoamericanos que a la semana de arribar ya están ceceando, él sigue manteniendo su acento indio-juliaqueño, con sus giros quechuas y su humor andino.

“A la distancia, Mario, lo único que nos queda, es la identidad, sino que somos”, se dice Luciano mientras hurga entre los contenedores gigantes de basura. ¡Perdón! Quise decir depósitos de papeles, periódicos y revistas.

Mientras lo miro extrañado, se sumerge en la basura y al rato sale sonriente con una revista de hace una semana y me enseña los artículos que le interesan y que luego recortará para ficharlos. Al final yo también aprendí a hurgar entre los basureros, al principio daba vergüenza pero después se nos hizo un pasatiempo.

Su arte es congruente con su forma de vida. Así como no tiene remilgos para coger un periódico del botadero, igual construye sus cuadros con latas de bebidas o componentes de computadoras. En realidad pocos saben que él no recoge basura, sino los símbolos menospreciados de una sociedad en descomposición que sólo atina a vomitar su consciencia.

En su mente, la lata de Coca Cola dialoga con la tinya y la tinya baila con un grupo de músicos clavados en una pared. Sus cuadros son quietos, sin movimiento porque el tiempo no transcurre para él y el movimiento andino se da cada quinientos años con el Pachacuti.

El puede estar muriéndose pero no vende sus cuadros, es como decimos en el Perú un “cholo terco”, así es su fidelidad. ¿Y por qué?, le pregunto. Cuenta que en toda su vida ha vendido sólo dos trabajos a cambio de una suma miserable: “Puedes creer hermano, que en una ocasión la ONG de los españoles intentaron ponerle precio a mi trabajo haciendo una regla de tres simple. Si un dibujo con cinco hombrecitos costaba cien, otro que tuviese sólo uno debiera costar la quinta parte”. Luciano, muere de risa contando esto, pero yo sé que le duele en la paleta del alma. Nuestra sociedad no se asombra con nada, ni siquiera su putrefacción lo sacude.

La cultura de Luciano, es una complicada andenería de huaynos mezclados con chicha y rock punkie.
- Luciano estás cojudo, como la chicha y el rock punkie pueden convivir?
- Mario, es fácil ambos estilos cuestionan la sociedad y a su manera contribuyen a generar ese cambio. ¡Eso me interesa!
- Y ¿por qué no vendes tus cuadros siquiera para comprar un par de chisguetes de óleo?
- No Mario, es mejor que estén aquí cerca. Los pobres, algún día, tenemos que demostrarles a los ricos su ignorancia, transformando su basura para vendérselos como arte. ¡Esa es mi venganza! Dice y ríe.

A Luciano lo veo caminando lánguidamente, sin volver la mirada atrás. ¿Hacia a dónde va? Sólo él sabe.