jueves, 1 de octubre de 2009

EN HOMENAJE A LA NATURALEZA.



Las plantas, a medida que pasan los años adquieren diversos significados. En la niñez son un estorbo para el recorrido de los juguetes. En la adolescencia son un buen lugar para esconder los puchos de los furtivos cigarrillos y en el matrimonio son un adorno fácil y barato para la sala o el patio.

Pero cuando pasan los años más de prisa, ese estorbo se va convirtiendo en una síntesis de la vida y uno va poco a poco asociando su existencia con la vida de una planta: Hay días que uno siente una sed desértica, otros nos ahogamos en un océano de problemas o somos presa de una melancolía enmudecida.

En casa viven algunas plantas; están ubicadas en la escalera de piedra que papá mando a construir. Cuando vuelvo después del trabajo, después de haber escuchado mil quejas, medio millón de lamentos y generalmente voces de decepción por todo lo que ocurre, encuentro siempre a mi voluptuosa “cigo cactus” con sus flores rojas bailándole al sol.

Uno las acaricia suavemente, les susurra algo bonito y la dama verde, dócilmente se agacha ruborizada y vuelve a erguirse y se eleva más y más para no volver a ser tocada.

En esos insignificantes minutos se establece una relación más sutil que, el mismo amor de los seres humanos. A esta dama de talle delicado y esbelto, la encontré un dia que volvía del mercado. Alguien la había tirado a la calle junto con algunas plantas. Había un saúco tronchado, un espino cortado, de esos que asemejan a la sábila y esta dama desnuda de hojas y sin nombre.

Momentáneamente les conseguí un asilo ecológico en la casa y cada cual tuvo una suerte diferente. A uno la decapitó el perro de casa, animal dócil pero silenciosamente cruel y sin orgullo. ¡Que seria del hombre o la mujer sin una pizca de orgullo!

La dama fue creciendo y no sabia cual era su abolengo, quienes sus padres, de donde venia, que diablos era. Crecía delgada y verde, no tenía hojas pero en cambio ascendía asombrosamente su larga lengua clorofílica que se batía con el viento: diminuto huracán que baja y sube por mis gradas. a diario.

Yo la fui regando día a día, no porque le tuviera un cariño, sino por un acto de justicia, queriendo revertir el crimen que habían cometido con ella. Era como una obligación moral, quería salvarla por un acto de justicia; pero en si la planta me interesaba poco, dada su inicial fealdad.

Sin embargo, como todo en la vida cuando hay persistencia, al final nos aguarda un premio. Y el mío es verla todas las mañanas y siempre esperándome con una fidelidad de novia silenciosa para establecer esos pocos segundos de lealtad y ternura mutua.

La he visto a hurtadillas, he contado sigilosamente: Tiene 15 flores rojas de estambres amarillos y de pétalos puntiagudos; abiertos de dia. cerrados de noche. Incluso he llegado a pensar que sólo se abren para ser vanidosamente contempladas y que si hubiera alguien viéndolas de noche, volverían a sonreír.

Esta mañana que es de sábado, baje a diferencia del resto de días, sin la agitación que nos arrastra a los periodistas como “almas en pena”. Baje, en paz conmigo, en paz con mi consciencia, con mis diablos que son mis únicos ángeles, a verla a solas.

Hoy la he visto muriendo, sus flores se han marchitado, aquellas que solían elevarse para besar al sol, ahora yacen encorvadas y sin vida. Una que otra consiguió salvarse de esa hecatombe natural que ocurre todos los días en la naturaleza.

Me preguntaba en silencio: ¿Cuál era la flor de mis vástagos? Y cual la mía o la de mis padres, de mis hermanos, sobrinos. Supongo que todos en algún momento sucumbiremos, como las flores que ahora yacen en el suelo, para dar vida a otras futuras plantas.

No hay mejor forma de entender la vida y la muerte. Quizás por eso aprendí a quererlas. Porque ellas sin prometerme nada me han dado su vida y yo sin esperar nada ahora tengo todo.