jueves, 18 de diciembre de 2008

LOS ÁRBOLES DEL PADRE KINO (UN CUENTO DE NAVIDAD).



Esta es una historia que la escuché contar al Padre Kino Messeger, que ahora con absoluta seguridad debe estar sentado a la diestra de Dios. No sé si la historia fue suya o la cogió de algún sitio, pero quiero contárselas.

Eran tres árboles, que se lamentaban de su triste historia. Abatidos por el viento , todos los días se mecían de un lado para el otro, en una cadencia infinita, hartos de esa vida irrelevante y aburrida, como la de muchos de nosotros.

Uno de los árboles le dijo al otro: Pensar que yo quise convertirme en el trono de un emperador y desde allí compartir el poder, pero ya ves , aquí me tienes. El único poder que poseo es el de dar sombra a los insectos y gusanos que viven debajo mío.

El otro árbol, que no estaba muy lejos, solidarizándose en su desventura, se acercó lentamente con sus hojas y le alcanzó un débil rumor al oído: Tú sabes hermano que yo también desde que fui pequeño aspire a ser un árbol respetable. Mi madre desde que era un plantoncito me prodigó mil amores y el mar con su brisa me mantuvo siempre fresco y mira donde acabamos...Ya estamos viejos hermano y lo más probable es que terminemos como leña en alguna hoguera.

Un tercer árbol, que estaba cerca, se sumó a las lamentaciones y dijo casi rugiendo al aire: Los he escuchado sin querer, el viento lleva vuestras estúpidas penas y no puedo sino contarles mi desgracia. Yo desde muy niño quise ser útil, servir de descanso al fatigado, ser la ayuda para el descorazonado, paz para el desconsolado y miren aquí estoy...Ya me siento cansado y he perdido toda esperanza. No sé que hacer, creo que mi vida ha sido un fracaso total.

La brisa marina nuevamente los inundó y terminó silenciando el rumor de las hojas. El bosque una vez más se sumió en el más absoluto silencio, como si todos se sintieran apenados. No había pasado unas semanas y los tres desconsolados árboles para su mayor desgracia fueron cortados de cuajo, sin ninguna misericordia, ni siquiera por sus sublimes ilusiones. Todos los cuidados que les prodigaron durante los 100 o 200 años de placentera vida a la orilla del mar, terminaron sucumbiendo como astillas bajo el cruel hacha del leñador.

El último de los árboles convertido ya en madero, fue llevado a la casa de un carpintero llamado José, quien la cepilló primorosamente y la convirtió en una delicada cuna para su primogénito que se llamó Jesús. Al mecerse el niño en los años siguientes, en la humilde casa del carpintero, halló la tranquilidad para sus infantiles desasosiegos de ser el hijo de Dios.

El segundo, inconsolable en sus obstinadas pretensiones, no dejaba de llorar su desgraciada suerte y así fue modelado por un escultor de Judea dedicado a fabricar bastones. Un día de esos llegó un joven de Jerusalem, (muy cansado) de mirada infinita que se proponía recorrer a pie el desierto, hasta descubrir la sabiduría para afrontar su destino. El hombre lo vio tan abatido que decidió obsequiarle el báculo, el mismo que años más tarde sería el compañero inseparable de ese joven que cambio la historia de la humanidad.

¡Ah! Y el primero, el primero de los árboles, era el más petulante, el que decía con soberbia que tenía toda la fortaleza del bosque en cada una de sus ramas. Este joven madero corrió una suerte trágica. Nadie quiso nunca tallarlo, anduvo ignorado, salvándose muchas veces de acabar en el fuego. Hasta que un día, un tal Pilatos dispuso que hicieran una cruz con esos troncos tirados en el suelo.

La historia de los árboles nos demuestra que la esperanza nunca debe acabar, que detrás de todo hecho existe una razón cósmica o divina. Yo lamento no haber tenido la ocasión de conocer profundamente al padre Kino. Trabajaba con los campesinos de Huasanpata, (cerca de Yaurisque). Todos los que lo conocieron decían que era un santo y yo creo que fue así. El se desvivía por los campesinos, no como un gesto teatral y episódico programado para un día, sino durante todo el año. Un día las lenguas ponzoñosas del clero lo acusaron injustamente y el padre Kino enfermó gravemente y jamás volvió a recuperarse de semejante infamia.
La enfermedad se agravó más y más y un día murió este singular sacerdote que tomó en serio la tarea de amar al prójimo y trabajar con él para construir su destino.
En esta navidad, recuerdo el rostro de Kino y de otras personas como él, que asumieron el auténtico compromiso de vivir en Dios. A ver si alguno de nosotros se anima a seguir ese camino.