martes, 22 de diciembre de 2009

LA NAVIDAD: UNA FIESTA URBANA CON SABOR A CAMPO


La navidad es una bella excusa para volver a sentirnos humanos. Hasta los que lucraron ambiciosamente durante todo el año, algunos subiendo de precio el azúcar y otros tal vez reduciendo el peso del arroz, se sienten tocados por un sentimiento extraño. Como por encanto al oír el mágico tintineo de las campanitas de navidad, los crápulas tienen deseos de repartir ollones de chocolate en el último rincón y así expiar por unas horas su salvaje ambición de casi doce meses.
¡Esa es la magia de la navidad! Es por eso que yo también la espero con ansia, tal vez por la misma razón que explique arriba; para sentirme bien, para sentirme humano, aunque estoy convencido que la felicidad perfecta no existe.
Al terminar la “noche buena” con sus últimos cohetes lánguidos explotando en el claroscuro del firmamento y con los estertores del nuevo día, me doy cuenta que, seguimos siendo la misma deforme y depredadora masa gris: Borrachos tirados en las calles, ladrones repartiéndose el botín en alguna esquina, ebrios meando con sendas botellas en cada mano.
Sin embargo, ese sentimiento de crisis existencial no siempre fue así. Hubo años en los que uno solía esperar la navidad con ilusión infantil; entonces pensaba que un juego de ajedrez podría darme toda la felicidad del mundo o que una motocicleta podría convertirse en mi pasaporte a una nueva dimensión.
Lo único que no ha variado en estos años, es la atmósfera navideña, preñada de arbolitos, musgos, pastos cortados en planchas como mosaicos, niños hambrientos tirados sobre la paja mirando a la gente y esperando que alguien compre algo por caridad. ¡Eso no ha cambiado!
La navidad cusqueña tiene aspectos peculiares, por ejemplo los Niños Manuelitos que no se venden, solo se limosnan. Los precios son irrisorios, como toda la parafernalia de arcilla de esta fiesta “naturalista” que se asocia con una antigua costumbre, tal vez de raigambre inka. Diciembre, dice mi madre, era el mes de la venta de plantas medicinales, el Hampi q´atu. Cuenta ella que, era la ocasión propicia para comprar hierbas exóticas, esas que eran traídas desde las más alejadas punas para curar enfermedades misteriosas.
El Dr. José Gonzáles Ríos, investigador entre los investigadores universitarios, dice que el Santuranticuy sin los campesinos diseminados en las veredas y avenidas del distrito de Santiago, no seria Santuranticuy. Cuenta el Dr. que en Lima y Arequipa intentaron reproducir una celebración parecida con fines turísticos y comerciales, pero fracasó. Y es que los campesinos, muchas veces vituperados y aborrecidos, esos que llegan con sus tintincus, sus salvajinas ensortijadas colgando de cada brazo y los musgos verdes como loros aplastados en la llijlla, son quienes nos recuerdan el fundamento del nacimiento de Cristo.
La presencia de ellos no es casual o meramente comercial. Ellos vienen a ver ésta Sodoma Andina en la que vivimos, y nosotros los vemos a ellos como el mundo bucólico y natural al que quisiéramos aspirar conforme pregonó Cristo: Ambos aprendemos mutuamente.
Cuenta el DR Gonzales, que aunque la navidad sea una fiesta judeocristiana promovida desde Occidente, los peruanos hemos sabido mestizarla, adecuarla en términos sociales. Es así que el españolísimo Niño Jesús asexuado, aquí, gracias a la genialidad de nuestros Méridas, Mendivil, Gutierrez, Quispes y Huaraypomas, le creció el sexo y se hizo hombre. Manuelito, a diferencia de sus familiares eunucos de occidente, es un niño que luce orgulloso sus gónadas rosaditas, mientras sonríe a las damas que la revisan con dulzura maternal.
El niño Manuelito, está en todas las posiciones, porque ha sido cholificado, unas veces descansando, otras pastoreando al ganado o sacándose una espina clavada traviesamente en los pies.
Nuestro niño es juguetón y de arcilla, pero si es antiguo es de yeso, maguey y muy serio. Tiene dientecitos con plumas del cóndor, cabellitos castaños de los niños recién nacidos y unos ojitos de obsidiana. Así lo ha concebido el imaginario popular en el curso de un embarazo cultural que duró cinco siglos.
Durante estos días intensos del Santuranticuy, se pone en práctica una teoría económica distinta. Ya no es el mercado el que define la mercancía, en esa incesante lucha de oferta y demanda, sino es el principio de la reciprocidad andina, casi similar al trueque (con moneda). Al campesino no le interesa hacerse rico vendiendo sus hierbas, sólo quiere lo necesario para comprar esas cosas producidas por la urbe, para la alegría de sus hijos.
Luego volverá a su chacra y todo retornará a la normalidad. No existe en él la angurria, la codicia y la desesperación por el dinero que muchos tienen. La navidad para el hombre del campo no tiene ese sentido urbano, comercial y ruidoso de la ciudad. El sólo sabe que en algún lugar lejano ha nacido el niño Dios, que tal vez algún día venga de visita al Perú y entonces decida cambiar las cosas…